. A todos nos queda algo en alguna parte, en alguna señal extraviada por los mapas. A todos nos quedan una ciudad y un día –un allí y un entonces– a los que llegamos por azar y donde se atrincheró el alma para resistir frente a lo demás, frente a lo que luego ocurriría o antes obligadamente nos pasara. Como los arcos de las catedrales, como los arcos de cualquier edificio, la vida tiene –en algún lugar, en algún momento– una piedra clave que da razón de su ayer y escribe su inevitable mañana. A todos nos queda un refugio, un rincón excepcional, sin el cual no sabríamos por qué, fuera de él, en su fría hostilidad externa, aún seguimos viviendo. A cualquiera –quiero creer que a cualquiera– le quedan un ayer y un lugar, por lo menos un lugar y un ayer, en los que a la rara crueldad de la vida no le inquieta ser cruel ni ser rareza: simplemente, se quiere a sí misma. La felicidad es eso… Lo demás, un necesario andamiaje, una servidumbre provisional que solemos llamar tiempo. .